Panamá indefendible: Ela Urriola


La primera vez que vi al poeta José Franco fue durante la premiación de un certamen literario en el que participé aún siendo estudiante. Recibir de sus manos aquel pergamino tuvo una connotación simbólica: suyo era aquel poema que mi padre conserva todavía en su biblioteca. Hoy nos llegan los detalles sobre la accidentada ceremonia y sentimos vergüenza. Sea por desgreño administrativo –como pareciera ser el caso–, o por un desacierto personal –como la anécdota sobre una exdirectora que alquiló el histórico lugar (afectando nuestra máxima gala literaria) para fines relacionados con su profesión–; solo cabe una pregunta: ¿Cuándo nos tomaremos en serio la cultura?
Desde que dejamos de defender a Panamá de los gringos, la cuestión ha sido defenderla de nosotros mismos. Los gobiernos de turno manejaron las áreas revertidas como una inmobiliaria o las regalaron como canastitas de cumpleaños a sus amigos y amiguitas; promovieron la rebatiña de nuestros recursos naturales al mejor postor; permitieron la construcción de centros comerciales en nichos históricos, e hicieron de la diplomacia una farsa en la que confluyen las mismas familias, los mismos socios y los mismos ineptos.
A pesar de los supuestos avances en justicia, andan libres como el viento muchos y muchas responsables de gastarse el dinero destinado a la compra de medicamentos, el de nuestros niños de áreas marginales; el dinero de nuestros impuestos. Pero los ladrones son tratados como héroes, y los héroes… bueno, ya lo sabemos.
Ese Panamá es indefendible. No merecemos los megarrobos, las farsas ni la indiferencia, ni ahogarnos en la basura y la corrupción, ni envejecer en las paradas y tranques, ni la seguridad y la salud pública como sinónimos de desastre, ni escuelas que tengan coladores en lugar de techos; no merecemos la lentitud con la que nos acercan lo que nos corresponde por derecho.
¿Entonces, qué defender? No una Asamblea títere, para la que un pedazo del pastel es la máxima motivación de las bandas; no una patria sin espacios para la historia –un país que desmantela o encajeta su museo sumerge a nuestros jóvenes en la oscuridad, pues no conocerán su patrimonio sino de forma virtual–; un país indefendible, con una crisis de identidad, de justicia y de equidad. Ya ni hablemos de cultura.
Ni con videos de maripositas ni ranas en peligro de extinción se puede defender la papelera sucia con la que nos señala el mundo; vivimos en un país en el que robar millones te exime de ir a la cárcel y te deja refrescarte en el jacuzzi. Vergüenza es lo que debe darnos la lección de integridad de los países vecinos, aquellos a los que solemos ver por encima del hombro (porque no tienen dólares o un Canal) pues ellos sí están aplicando la justicia a sus maleantes.
¿Hay algo que defender todavía? Seguramente el poeta nos dirá que sí: quizás, alejados de las consignas partidistas y las promesas, es posible que escuchemos los ecos de los mártires y las voces de miles de panameños honestos y responsables. Seguramente hay algo que defender, y es nuestro deber hacerlo. Pero mientras tanto, las autoridades y los funcionarios deben hacer su trabajo. Y hacerlo bien. Lo demás, ojalá fuera poesía, porque de no serlo podríamos despertar un día con Panamá convertida en una pesadilla.

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