De pensamiento es la guerra. Por: Nils Castro
Desde finales del siglo
pasado, en América Latina experimentamos un proceso por el cual varios partidos
o liderazgos de izquierda han llegado al gobierno por medios electorales. Esto
abrió un panorama de originales oportunidades políticas y socioeconómicas de carácter
democrático, pese a las restricciones que los sistemas políticos y electorales vigentes
en cada país tenían establecidas para asegurar el mantenimiento del régimen ya
instalado por la clase dominante.
Como era de prever, la
emersión de este proceso despertó el fenómeno opuesto: la contraofensiva
regional de la derecha en los planos político, mediático, sociocultural y
económico, que ha explorado varias modalidades. Aunque algunos de esos
gobiernos más tarde fueron defenestrados o han sufrido reveses electorales, nada
impide que los movimientos que los impulsaron se rehagan, ni que en otras naciones
latinoamericanas afloren opciones de izquierda que también ganen elecciones.
Pese a los afanes de algunos “críticos” que pretenden que dichos reveses ya significan
la aniquilación de ese proceso, este todavía es un fenómeno en desarrollo: sus causas no han cesado, ni tampoco
las expectativas y nuevos escenarios que ellas movilizan.
Precisamente por esto, transcurridos
tres lustros el conjunto de esa experiencia debe ser evaluado. No solo por sus valiosas
aportaciones, sino porque ello contribuirá a superar la multiforme
contraofensiva de las derechas que, pese a haberse advertido a tiempo, pilló impreparados
a muchos liderazgos de izquierda. Por ello, esa evaluación demanda tanto honestas
autocríticas como conclusiones dirigidas no solo a revertir dicha
contraofensiva, sino a elevar los objetivos del proceso.
La demora en hacerlo
favorece la proliferación irresponsable o maliciosa de cierto periodismo
sensacionalista que recicla “teorías” como
las del péndulo y el “fin de la historia”. Su pertinacia busca negar
legitimidad y hasta subsistencia a las izquierdas que militan en los respectivos
países, en paralelo con la contraofensiva de las derechas.
1.
El nombre
Antes de abordar algunos
aspectos del asunto conviene recordar algunos antecedentes del actual
“progresismo” y los alcances que la palabra ha tenido. Discutir el nombre ayuda
a acordar cómo ocuparnos del fenómeno.
Me parece inapropiado referirse a la diversidad de formas nacionales de
ese proceso con el nombre de “socialismo del siglo XXI”. Más que proponer un proyecto
articulado, esa noción expresa el anhelo asignado a una gesta nacional, pero
difícilmente puede caracterizar a las emprendidas en otros países. En estricto
sentido, el país donde hoy se construye y debate un proyecto socialista para el
siglo XXI es Cuba.
Para abarcar ese variado conjunto de experiencias prefiero el veterano calificativo
de “progresistas”, comodín lingüístico de larga historia latinoamericana. En
los años 60 y 70 incluyó a corrientes, líderes y gobiernos que fueron desde
Lázaro Cárdenas y Jacobo Árbenz hasta la revolución boliviana, Jango Goulart y Salvador Allende, sin
omitir a Torres, Velasco y Torrijos, entre tantos otros. Esto es, designó a movimientos
patrióticos y populares con los cuales la izquierda podía colaborar, que aportaron
justicia social, impulsaron la producción nacional, fueron solidarios y procuraron
rescatar la soberanía y autodeterminación conculcadas por el imperialismo.
Ese vocablo no requirió definición doctrinaria pero brindó un ancho
alero para juntar a esa rica gama de corrientes efectivas en nuestras ciudades
y campos, para compartir demandas y metas sin desconocer las diferencias que
coloreaban sus respectivas identidades.
En aquellos años se emplearon otros términos
afines, como los de movimientos o gobiernos de liberación nacional, nacional-populares,
democrático-revolucionarios, etc. Pero la noción de “progresistas” conserva la
ventaja de ser más indeterminada que otras con las cuales se intenta
sustituirla pero son menos flexibles ante el heterogéneo panorama regional. Por
ejemplo, la de “posneoliberales”, que sugiere que el neoliberalismo pereció, o los
gobiernos progresistas pudieron ignorar todas sus imposiciones. Como tampoco las
de gobiernos de “centroizquierda”, reformistas o socialdemócratas, cascarones cuyo
sentido el oportunismo europeo vació al entregarse al neoliberalismo, y que en Latinoamérica
omiten las controversias que cada día animan la vida interna del progresismo.
2.
Sus antecedentes
Pese a la represión macartista al movimiento democrático de la
posguerra, durante los años 60, en significativos sectores populares y medios tomó
cuerpo una cultura política afín a las aspiraciones emancipadoras, latinoamericanistas
y reformadoras. Además de sus propias reivindicaciones, esa cultura asumió repercusiones
de la quiebra del estalinismo, las realizaciones de la Revolución cubana, las
revoluciones del 68, los movimientos anticolonialistas afroasiáticos y la lucha
del pueblo norteamericano por los derechos civiles y contra la guerra de
Vietnam. El progresismo que maduró en aquellos años, tuvo la virtud de compaginar
toda esa gama de experiencias.
En menos de 30 años, en América Latina
esa cultura política alcanzó un auge significativo, sobre todo en sectores
urbanos populares y medios. El brío que el acontecer sociopolítico regional le
imprimió a la misma se plasmó en una aceleración significativamente reflejada
en dos hitos: entre el momento en
que Fidel Castro enunció el Programa del Moncada[1]
y aquel cuando proclamó La II Declaración
de La Habana mediaron apenas 10 años[2].
No obstante, en el fragor de los siguientes
años más de una vez el vanguardismo idealista de algunos de sus líderes excedió
los términos de esos hitos, al postular como punto de partida al segundo ‑‑la
revolución socialista continental‑‑ a poblaciones que aún no habían llegado a reclamar
aspiraciones como las planteadas en La
Historia me absolverá. Su fervor sobrepasó los alcances temporales de lo
que el grueso de la columna de millares de potenciales rebeldes latinoamericanos
ya estaban listos a hacer suyos.
Después, al cabo de su tiempo aquel robusto
fenómeno padeció el desgaste de la demora del éxito de los proyectos
revolucionarios emprendidos, de la frustración de las esperanzas inicialmente
cifradas en la renovación del “socialismo real” ‑‑y a la postre su desaparición‑‑,
así como la “apertura” de China y el cambio de su política internacional. Por
añadidura, de los efectos del “periodo especial” cubano, que retrajeron temporalmente
las esperanzas latinoamericanas en la posibilidad de repeler al imperialismo y de
acceder al socialismo, y que motivó dudas y controversias sobre la naturaleza y
las posibilidades del propio socialismo.
3.
Expansión y crisis
Esa cultura política latinoamericana
tuvo un repliegue. Así, cuando en tiempos de la señora Tatcher y el presidente
Reagan el imperialismo desató la contraofensiva neoliberal, en el campo
revolucionario las fuerzas ideológicas requeridas para enfrentarla no estaban
en su mejor momento. Eso le facilitó a la derecha imperial y sus cómplices
locales no solo lograr una rápida implantación de sus “reajustes estructurales”
en los ámbitos institucionales y económicos, sino también en el campo
ideológico, moral y cultural.
El ímpetu contrarrevolucionario de la
ofensiva neoliberal reformuló las normas e instituciones económicas
internacionales en beneficio de la gran burguesía financiera y la privatización
desnacionalizadora de los recursos y empresas públicas. En términos generales,
pese a que la pesadilla de las dictaduras militares quedó atrás, se reorganizó el
ejercicio de la política y las prácticas electorales a favor de los liderazgos
dispuestos a justificar e implementar los correspondientes “reajustes” institucionales
y normativos. Aunque se menciona con menor frecuencia, esa ofensiva igualmente invadió
el campo ético, cultural y educacional. Alineó los grandes medios
periodísticos, restringió las universidades públicas y multiplicó las privadas,
eliminó los subsidios a múltiples centros de investigación, cooptó a
intelectuales y formadores de opinión, etc.
Aquella ofensiva fue adonde sabemos: achicar el Estado y sus atribuciones,
desproteger las empresas y la producción nacionales, precarizar el trabajo y el
salario, marginar las organizaciones laborales y sociales, insolidaridad,
consumismo, etc. Pero a la postre eso provocó irritaciones sociales que remataron
en insurrecciones urbanas y pérdidas de gobernabilidad. Al cabo, la política y
los procesos electorales reordenados por las agencias neoliberales perdieron legitimidad
y eficacia, y la supervivencia del sistema requirió rehacerse.
Aun así, incluso tras la crisis
económica que afloró en 2008, es excesivo pretender que el neoliberalismo colapsó.
Aun teóricamente desacreditado, sigue asociado al gran capital y continúan vigentes
sus reglas, que regulan el comercio y las finanzas internacionales, y gran parte
del funcionamiento institucional de la mayoría de los organismos
internacionales y países, así como las formas de pensar de millares de
funcionarios públicos y privados. A esto contribuye el hecho de que el
neoliberalismo es blanco de múltiples críticas, pero aún no ha tenido que enfrentarse
a una contrapropuesta ideológica sistematizada.
4.
Al gobierno, pero no al
poder
Como sabemos, en ese escenario de rechazo
social a las política neoliberales, varias candidaturas procedentes de la
izquierda mejoraron sus posibilidades al coincidir con el crecimiento del voto
de castigo contra quienes las sustentaron. Con diferencias según las
particularidades de cada país, algunas izquierdas mejoraron su representación municipal
y/o parlamentaria, o directamente ganaron elecciones presidenciales aún sin haber
logrado significativas victorias locales y legislativas.[3]
El análisis y comparación de procesos
nacionales deberá ser parte de la evaluación que tenemos pendiente hacer y
compartir. No obstante, sabemos que estas victorias fueron viables gracias a la
combinación de unas promesas de campaña deliberadamente poco radicales, con la
votación de repudio a la políticas y los gobiernos precedentes. En otras
palabras, gran parte de esos votos no reflejó una identificación ideológica de
la mayoría ciudadana con un proyecto enfilado a emprender la Revolución, ni con
el supuesto de que sus candidatos realizarían un gobierno más revolucionario
que el prometido en su oferta electoral.
Por lo tanto, mutatis mutandis, esas izquierdas obtuvieron una oportunidad de
gobernar asociada a una mayoría electoral que reclama mejorar sus condiciones
de vida, pero que no por ello ya está dispuesta
a asumir ‑‑al menos todavía‑‑ las tensiones y riesgos de emprender un salto
revolucionario. En otras palabras, de gobernar para cumplir determinadas
promesas electorales, no para sobrepasarlas. Además, para hacerlo respetando la
institucionalidad prestablecida, sin modificarla por medios distintos de los
que ella misma dejaba establecidos. Esto es, para llegar al gobierno, pero no
al poder.
Solo donde grandes insurrecciones
urbanas habían abierto la posibilidad de cambios mayores, algunos de esos
gobiernos pudieron realizar reformas constitucionales que ampliaran su campo de
acción aunque, aun así, esas reformas más tarde resultarían insuficientes.[4]
5.
Cuánto ya se pudo
La devastación del Estado por el
tsunami neoliberal y sus dolorosas consecuencias en cada población y soberanía
nacionales, hizo indispensable emprender rectificaciones, a riesgo de llevar
países y economías al caos. La aparición de gobiernos progresistas se insertó
en ese contexto, cuando urgieron políticas correctivas posneoliberales, sin que aún fuera viable sostener alternativas poscapitalistas. Pero eso permitió
reconstruir un sistema socioeconómico con el cual reparar muchos de los daños
sociales infligidos por los “ajustes” neoliberales, y restablecer las funciones
sociales del Estado, lo que también implicó avanzar en la construcción de una
comunidad latinoamericana de naciones.
Pese a la diversidad de los procesos
políticos que los caracterizan, estos gobiernos coinciden en varios rasgos que originaron
importantes efectos regionales: restablecieron la responsabilidad del Estado ante
la economía, el mercado y la redistribución del ingreso; reorganizaron
servicios públicos para atender las funciones sociales del Estado,
principalmente las de acceso a la salud y la educación; crearon programas de
lucha contra la pobreza y el hambre, y por la alfabetización y la ciudadanización;
y, además, ampliaron las inversiones en infraestructura para el desarrollo y
para la solución de problemas sociales.
A la par, desarrollaron importantes
proyectos de solidaridad e integración latinoamericana e incluso caribeña, que
rediseñaron y fortalecieron, o crearon, organismos como el Mercosur, la Unasur,
el Alba y finalmente la Celac. Eso incrementó notablemente el peso político y
diplomático de Latinoamérica frente al mundo, y su capacidad de negociación. Ni
siquiera los críticos más biliares de este progresismo desconocen tales
adelantos de la integración regional.
Un buen aprovechamiento del período de
alza de los precios internacionales de las materias primas en varios países facilitó
financiar los programas de asistencia social sin castigar impositivamente a la clase
adinerada. Sin embargo, esa opción apaciguadora no se aprovechó para ampliar y
diversificar la capacidad productiva de esos países, y fortalecer sus reservas
financieras, para cuando volvieran las vacas flacas, como ocurre tras la crisis
mundial emergida en 2008. Además, por efecto del carácter correctivo y
asistencialista pero no revolucionario ‑‑posneoliberal pero no poscapitalista‑‑
de estos gobiernos, algunas acciones necesarias, como reformas agrarias y tributarias
de mucho mayor aliento, dejaron de acometerse.
En la mayor parte de los casos,
tampoco se realizó la indispensable reforma política, ni la debida reforma del
campo de las comunicaciones sociales. Estas inconsecuencias, que cabe computar
como falta de coraje político y de confianza en el potencial de las
organizaciones populares, pueden registrarse como victorias de la grandes
medios de comunicación que ahora implementan la contraofensiva de derecha.
Con todo, en estos quince años los
gobiernos progresistas ampliaron extraordinariamente el campo de la ciudadanía
y la participación popular en el debate de los asuntos de interés público,
además de mejorar las condiciones de vida y concretar derechos civiles de decenas
de millones de ciudadanos. Por muchas reconquistas que ahora las derechas puedan
lograr, ese patrimonio cívico no será fácilmente arrebatado a los sectores
populares. De allí en adelante, ahora hay una masa crítica más robusta con la
cual discutir y movilizar mejores proyectos de futuro, opción que las
organizaciones de izquierda deberán saber ganarle a las derechas.
Pero, tras la el surgimiento de los
gobiernos progresistas las realidades y expectativas latinoamericanas quedaron
cambiadas. No cabe suponer que toda esta experiencia ha sido un fiasco, ni dejó
de legar relevantes consecuencias. Cualquier propuesta latinoamericana de mejor
futuro sostenible deberá alzarse a partir de sus resultados, porque el punto al
que hemos arribado no es de agotamiento sino de evaluación y relanzamiento
6.
La siguiente disyuntiva
Luego de que los proyectos
revolucionarios de los años 60 y 70 del siglo XX ‑‑ya fueran proyectos
guerrilleros, del nacionalismo militar o el socialismo allendista‑‑ dejaron de lograr
los objetivos previstos o concluyeron en reformas negociadas con el gobierno
existente, y de que Latinoamérica fue blanco de la ofensiva neoliberal, no ha
vuelto a darse otro auge ideológico de esa talla. El movimiento político e
ideológico que posibilitó las victorias electorales progresistas de los albores
del siglo XXI fue expresión de mayorías sociales más resabiosas, que deseaban
revertir los efectos del tsunami neoliberal pero temían recaer en luchas
civiles o dictaduras militares, o sufrir nuevas tribulaciones económicas.
Ninguno de estos accesos de liderazgos
de izquierda al gobierno fue producto de una revolución y, en consecuencia, ellos
asumieron gobiernos previamente estructurados y normados por la clase
dominante, en las formas dispuestas por el sistema político preestablecido. Con
lo cual los progresistas pasaron a ser parte del grupo gobernante, pero sin desplazar
a la clase dominante.
En teoría, para superar esta situación
hay dos medios: uno consciente de que en tales condiciones solo se puede ir más
allá si el proceso es capaz de formar bases políticas que lo exijan, que ayuden
a implementarlo y que defiendan las iniciativas gubernamentales que sobrepasen las
restricciones iniciales. Impulsar el proceso exige formar nuevos destacamentos
de cuadros y movilizar organizaciones populares ‑‑transformar indignaciones
sociales en movimientos políticos‑‑, misiones que por su carácter corresponden
principalmente a los partidos y organizaciones de izquierda, más que al aparato
gubernamental, que constitucionalmente debe servir a toda la sociedad.
Y un segundo medio, según al cual para
ir más allá será necesario lograr sucesivas reelecciones del gobierno progresista,
a cada una de las cuales acudir con un programa más avanzado, con base en la simpatía
y confianza políticas idealmente obtenidas a través de una buena gestión gubernamental
y la satisfacción de importantes demandas y necesidades sociales. Este supuesto
es más engañoso de lo que parece, pues generalmente esos gobiernos no compiten
por la reelección proponiendo desarrollos más radicales, sino opciones
reculadas a la defensiva.
7.
Del revés a la
contraofensiva
Ese supuesto ha conllevado repetidos
autoengaños, al subestimar las reacciones que las derechas enseguida de su
derrota electoral pasan a impulsar. Aunque pierdan uno o más comicios, ellas
conservan su poder económico, su red de articulaciones y auspicios internacionales,
el control de sus grandes medios de comunicación y su influencia cultural. La
perplejidad inicial de su primer revés puede desconcertar a las derechas
temporalmente, pero antes de acudir a la siguiente campaña ellas realinearán sus
recursos y medios, e invertirán en renovar su imagen y eficacia.
Desde hace algunos años varias
fundaciones y universidades privadas estadunidenses pasaron a ofrecer cursos de
organización, encuesta, publicidad y marketing
políticos para capacitar jóvenes cuadros de derecha. A su vez, algunas fundaciones
españolas se han dedicado a surtir giras y charlas de veteranos dirigentes de
la reacción hispanoamericana.
Con estos respaldos y otros más
inconfesables, las derechas han remozado su capacidad de cambiar estilos,
lenguajes y liderazgos visibles. Como también de apropiarse de algunas de las
temáticas suscitadas por las izquierdas, y de culpar al gobierno progresista de
los problemas sensitivos que sus antecesores de derecha dejaron en el terreno y
las izquierdas hayan demorado en resolver. Sobre todo eso ya he escrito en
extenso en estos años y me sacaría de tema repetirlo aquí.[5]
8.
Las enajenaciones del
electoralismo 1
Cuando un gobierno progresista vuelve
a elecciones, por muchos que hayan sido sus méritos eso ocurrirá sobre un campo
sistemáticamente asolado por la oposición económica y los medios periodísticos de
mayor audiencia. Esto es, los logros del progresismo habrán sido omitidos o
demeritados, sus deficiencias habrán sido sobredimensionadas y muchos de sus
recién pasados votantes estarán desorientados.
En ese contexto, ante cada período
electoral el progresismo volverá a encarar una de las aberraciones propias de
la democracia capitalista: cada campaña será cada vez más publicitaria y costosa,
y los modos de sufragarlas serán más esquivos. Si, como es probable, el sistema
electoral no ha podido ser reformado por el proceso progresista, las campañas estarán
cada día más sujetas al marketing y más permeadas por la cultura y las
prácticas del consumismo y el mercado.
Ante cada reto electoral la primera será
que los recursos económicos no alcanzan. Salen los candidatos y dirigentes a buscar
donaciones ‑‑a subastarse al mercado, diría Brecht‑‑ y no falta quien incurra
en desviación de fondos públicos, lo que, aparte de sus implicaciones legales, bajo
el sigilo también puede triturar la moral de algún involucrado. Por mucha buena
fe que haya de por medio, inevitablemente la plata de los donantes implica
reciprocidades que enajenan a dirigentes, candidatos y partidos, aunque las
justifique un “realismo” del que después no hay escapatoria.
A la par suele admitirse el supuesto
de que ser de izquierda es un inconveniente electoral; se acepta el prejuicio
de que vale “correrse al centro” para suavizar imagen, tranquilizar donantes y
buscar una incierta reserva de votantes moderados. Abandonas las posiciones que
antes permitieron reconocerte y ser electo como quien eres, pero a los ojos de
quienes antes te creyeron irás dejando de serlo. Al cabo, los votos que allá tal
vez consigas podrán dejarte lejos de compensar los que pierdes en el campo que dejaste
al agotarse la credibilidad que te restaba.
9. Izquierda y moral
Cuando estos vaivenes se aceptan en una
agrupación comprometida con transformar al país, lo que empieza como una falla ética
circunstancial se convierte en daño mayor: la confianza perdida se vuelve
escepticismo y la credibilidad se esfuma la suspicacia popular concluye que “estos
ya son iguales que los otros”, voz que los medios “objetivos” enseguida entran
a festinar.
Este fenómeno es asimétrico. Si en un
partido conservador se cometen triquiñuelas el público lo cree “natural”,
considerando que su moralidad es funcional al capitalismo salvaje. Pero si eso
ocurre en un partido que promete otro horizonte ético, asumir comportamientos del
repertorio moral capitalista es una aberración.
Para la militancia revolucionaria la
calidad de cierta ética, por cuyos principios se está dispuesto a perder la
libertad y hasta a dar la vida, es definitoria. Porque en última instancia se va
a la contienda política por una de dos razones: porque el sistema es miserable y hay sobradas razones para luchar
por transformarlo; o porque se busca
disfrutar de las mieles de ese sistema miserable aunque sea a expensas de los
demás.
10. Las enajenaciones del
electoralismo 2
Cuando la obsesión electoral se toma
la vida partidaria, sus demás soportes lo resienten: si, por ejemplo, el
partido merma la formación de líderes comunitarios, pierde dinámica de
inserción y liderazgo locales, pierde el liderazgo político que se construye al
luchar por las reivindicaciones diarias del ciudadano, que no son parte del
escenario electoral. Es decir, al convertirse prioritariamente en grandes
máquinas electorales, partidos de reconocidos méritos pueden perder influencia
sociocultural porque las energías invertidas en campaña se sustraen a las demás
actividades de construcción de contrahegemonía.
Por lo tanto, vale preguntarse: si en las campañas electorales es
inevitable competir sin los recursos financieros necesarios, ¿solo podemos participar
en desventaja? Si nos dejamos seducir por las campañas a la norteamericana, embriagadas
por la estética del consumismo, siempre estaremos en desventaja, aunque
tengamos recursos. Pero así como en la guerra revolucionaria solo el ejército
de la clase dominante puede alinear el armamento más costoso, mientras las
fuerzas populares deben apelar a la inventiva guerrillera, en las contiendas
electorales la izquierda debe crear sus propias alternativas, desplegando las
capacidades comunicativas de la creatividad popular y juvenil, cónsona con la condición
social y moral que sustenta su credibilidad. En ambos casos la capacidad de
sorprender con iniciativas inesperadas será decisiva.
11. Partido permanente vs partido coyuntural
Eso exige volver a preguntarse:
¿cuáles son las misiones esenciales de un partido de izquierda? Decimos que
impulsar a los sectores populares a organizarse y formar cuadros políticos, asumir
un programa de transformación social, movilizar a las organizaciones y masas
sociales para enfrentar los retos políticos por superar, para crear
contrahegemonía popular y convertir masas en fuerza política. En ese marco, la
participación en campañas electorales para darles mejor contenido es una parte
de dichas misiones, más ahora cuando esto puede incluir hasta la posibilidad de
llegar al gobierno.
No obstante, debemos distinguir entre
el partido permanente y el coyuntural. Cuando la posibilidad de ganar
elecciones se hace efectiva, esa parte
de las misiones puede tomarse la mayoría de las previsiones, energías y
recursos de la vida partidaria, incluso en detrimento de las demás actividades.
Pero solo se gana mayor fuerza y poder para vencer los demás retos cuando se han cumplido las misiones del partido
permanente. En especial, las de enraizamiento comunitario, organización
participativa y formación ideológica arraigada en la vida y memoria nacionales,
para recatar a los millares de compatriotas que el reinado neoliberal sumió en
el consumismo y la banalidad culturales.
Para darnos mejor futuro toca
construir otro apogeo de la propuesta ideológica y la cultura política
comparables al alcanzado en los años 70.
12. Objetivos y medios no electorales
Para la oligarquía el objetivo es
recuperar al gobierno como instrumento de poder; las elecciones son un medio
para ese fin y si por este medio no lo consigue hay otros a los cuales apelar.
En cada campaña, más que ganar las siguientes elecciones, para la derecha la
prioridad es desacreditar y deslegitimar la gestión de cualquier izquierda en
el gobierno, para darle sustentación social al propósito de remplazarla lo más
pronto posible.
En tanto logre debilitar a sus principales
adversarios progresistas, la clase dominante querrá ganar comicios, pero a
condición de que eso no limite el poder que ella requiere para obtener sus
fines. El objetivo principal de la derecha no es volver a Palacio, sino encauzar
un proceso contrarrevolucionario de gran alcance. Su propósito es revertir las
conquistas populares acumuladas durante las últimos décadas y tomarse otras
adicionales. Si eso puede asegurarse por medios no electorales como los
llamados golpes “blandos”, la cuestión medular es la de las formas de
deslegitimar al gobierno progresista y legitimar al que lo remplace. Ya sea esto
mediante unas elecciones auténticas, espurias o reñidas, o de una operación
extra electoral.
En estos años, la contraofensiva de
las derechas ha introducido novedosas formas de seleccionar y presentar
candidatos, discursos y promesas programáticas, para darles mayor charm mediante el marketing y las
técnicas de pesquisa y manejo de la opinión ciudadana, y de las llamadas
campañas sucias. Pero lo esencial no son sus estilos rutilantes, sino su
capacidad ‑‑principalmente mediática‑‑ para degradar la imagen moral y política
de las opciones progresistas, no apenas para justificar su defenestración, sino
para crear una supuesta urgencia de remplazarlas y fomentar una demanda de
cambios que tenga este sentido.
En la práctica, los medios sustituyen
a los partidos una vez que las derechas, a través de los suyos, fijan su agenda
para un gobierno contrarrevolucionario. Este se enfilará tanto a revertir las
conquistas sociales logradas durante más de un siglo como a reinstalar las políticas
neoliberales de privatizar recursos nacionales, incrementar capacidad de
financiamiento y endeudamiento externos, reducir los avances en materia de
integración a meros acuerdos de liberalización comercial, eliminar capacidad de
negociación a las organizaciones laborales y comunitarias, judicializar las
controversias con los dirigentes progresistas y sacarlos del escenario político
orquestándoles procesos legales.
Para las derechas, usar el sistema
electoral para recuperar el gobierno como instrumento de estas políticas tiene
sentido si permite tomarse la facultad de ejecutarlas. Darse cierta imagen de
legitimidad para justificar el atropello a las normas de la institucionalidad
democrática en tanto eso convenga a su objetivo final.
13.
Ahondar el proceso democrático
Así las cosas, ante la presente
contraofensiva reaccionaria, quienes hoy son los defensores reales de las
instituciones democráticas y del proceso democratizador son la izquierda y los
sectores progresistas. Pero esta condición no debe distraernos de tres cosas:
La primera, que la institucionalidad
que estamos defendiendo es aquella misma que antes fue estructurada por los
gobiernos de la derecha tradicional para restringir el juego democrático, mediante
una coexistencia política normada para mantener las cosas como están, no para
cambiarlas. Por lo tanto, la cuestión es salvaguardar una institucionalidad que
al propio tiempo es imperativo democratizar erradicando los arcaísmos y
privilegios que benefician a los partidos y candidatos de la oligarquía, y que
encarecen el juego político a favor de los grandes financiadores de campañas. A
la vez, para ensancharle el campo a la participación popular. Defender la
institucionalidad no tiene sentido si no es impulsando un nuevo proceso
democratizador.
La segunda, que es preciso tener
presente en nuestra vida política cotidiana, en el análisis del acontecer diario
y en la producción teórica, que es un imperativo de la misión de las izquierdas
y los sectores progresistas, desarrollar su capacidad de convertir la
inconformidad e indignación sociales en conciencia y militancia organizada para
derrotar a la contrarrevolución para transformar al país.
Y la tercera, que para materializar esta
misión es indispensable una permanente formación y acumulación de fuerzas en
los ámbitos del trabajo material, de la vida comunitaria y de las diversas
expresiones de la convivencia humana. Que es indispensable compartir ideas,
proyectos y expectativas que los distintos sectores progresistas puedan hacer
suyos, puesto que solo al arraigar en masas organizadas las ideas se convierten
en fuerza material.
Sin embargo, lo más importante es que
estas tres cosas no son solo exigencias a las organizaciones que luchan en la
oposición, sino sobre todo para las fuerzas progresistas que llegan al
gobierno. Porque no solo se trata de
generar mayores fuerzas para desenmascarar y derrotar la contraofensiva
reaccionaria, sino también para sacar de la modorra a los cuadros y
funcionarios adocenados dentro de los gobiernos progresistas. Los partidos y
movimientos progresistas que van al gobierno no deben hacerlo para servir como sus
justificadores, sino para exigirle a sus integrantes cumplir sus deberes políticos
y morales.
Tener mejores gobiernos
progresistas no es el fin de esta historia, sino una oportunidad de completar
condiciones que faltan para emprender la siguiente. Entre ellas, rejuvenecer y
fortalecer nuestras capacidades para derrotar a la contrarrevolución en el
campo de la cultura política, la confrontación ideológica y la comunicación
persuasiva porque, como apuntó José Martí, “de pensamiento es la guerra mayor
que se nos hace, ganémosla a pensamiento”.
[1]. La Historia me absolverá,
de 1953, donde se plantea el objetivo de lograr un régimen democrático
progresista, sin mencionar al socialismo.
[2]. En 1962, en la cual pasó de reafirmar al socialismo cubano a
convocar a la diversidad de las fuerzas que podían emprender la revolución
latinoamericana.
[3]. Obviamente, tales procesos han sido
diferentes donde una fuerza de izquierda llegó a Palacio sin obtener mayoría
parlamentaria, lo que mediatizó los alcances de su victoria (como Lula), o
donde triunfó en ambos cotejos (como Chávez). Y tampoco es igual cuando previamente
unas insurrecciones urbanas defenestraron al anterior gobierno complaciente con
el neoliberalismo (Correa), que donde triunfó ganándole a la derecha unas
elecciones reñidas (Rousseff), o cuando la izquierda triunfó pero su victoria
le fue robada (Cárdenas).
[4]. Como en Bolivia, Ecuador y Venezuela.
[5]. Ver “Una coyuntura liberadora… ¿y después?” en Rebelión 23 de
julio de 2009, “Una liberación por completar” en Alai del 17 de agosto de 2009
y, particularmente, “¿Quién es la “nueva” derecha?” en Alai del 14 de abril de
2010 y Rebelión del 15 de abril del mismo año.
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