Palabras sueltas sobre la cultura. Por Manuel Orestes Nieto
Pasan los años y nada pasa. Este texto lo escribí en mayo de 1999 y fue publicado en la prensa nacional. Compartirlo ahora, quince años después, quizás sea útil, aunque parezca que se ha congelado el tiempo de la cultura, o mejor, que se ha derretido en este horno tropical, donde somos menos nación y más sofisticados mercaderes.
Ocurre que
lo que denominamos la cultura nacional ha sido mal entendida entre nosotros; en
parte por una aceptación generalizada del falso concepto de que lo artístico es
un elemento accesorio, en parte por prejuicios repetidos de concebir la cultura
solo referida a las artes y sus oficiantes, en parte por desconocer que la
cultura es, ante todo, una acumulación humana vasta y que producimos todos.
Estos sesgos
y distorsiones llegan a identificar, en general, a los mismos artistas como
gente extraña o incomprendida y al ejercicio cultural como un ámbito periférico
y desligado de la vida práctica, asociado al ocio y las horas fatuas, ajeno a
la economía concreta, incluso a la política.
Sin embargo,
creo que los intelectuales panameños -no solo los artistas- debemos precisar, mínimamente,
algunas categorías básicas sobre ese desdibujado quehacer cultural, su
función en la sociedad y discernir sobre su realidad.
Así mismo,
valdría sanamente precisar dónde se complementan cultura nacional y Estado,
deslindar responsabilidades y llegar al fondo de un problema viejo e irresoluto
que, lamentablemente en nuestro medio, ha sido denigrado, por no decir
envilecido: la cultura como simples eventos artísticos de relleno, para
colorear las inauguraciones, saludar visitantes, decorativa y, prácticamente,
desechable.
Si nos
referimos a una política cultural desde el estado, debemos entenderla como
aquella que impulsa -desde la institucionalidad de gobierno- el desarrollo
cultural de la nación; entendiendo por tal desarrollo la consolidación,
crecimiento y trasmisión de los valores permanentes en que se fundamenta la
nacionalidad y la patria común.
Esos valores
permanentes de la nacionalidad son aquellos en los que el panameño se reconoce
como parte de un conglomerado, en los que hornea su identidad como individuo y
como componente social, con los que se vincula con el mundo y con los que
expresa sus más hondas raíces y procedencias.
Son valores
dinámicos que se afirman y robustecen en la medida en que la creación humana es
asumida como propia. Así, lo propio tiene signos identificables, funda una
idiosincrasia, proyecta coincidencias en valores entrañables, orgullo nacional
y permite a los ciudadanos de un país reconocerse entre sí.
Una política
de desarrollo cultural no deberá servir para insistir en el estancamiento y la
prolongación de los falsos conceptos que sobre esta materia sobreabundan, sino
procurar un robustecimiento coherente de la nacionalidad, maximizar su universo
creador, rescatando sus troncos y raíces, organizando su circulación general,
propiciando su producción, dignificando a sus creadores y saneando al país de
sus alienaciones y desarraigos. Concordaremos que se trata de lo nacional
entendido como lo plural, abierto, participativo, amplio y factible.
Sus formas
de expresión como las bellas artes, constituyen un ámbito imprescindible y
básico del quehacer cultural; pero también lo es la investigación y, sobre
todo, la valoración y elevación de la calidad de vida del panameño.
Si bien
interesa lo que llamamos artes, debe interesarnos aún más la dimensión humana
del panameño en su integralidad. Dotarle de opciones y vías, personales y
sociales, para ampliar su radio de participación, asimilación y despliegue de
su propia vida, historia y destino.
Respecto a
las acciones prácticas para impulsar esa política cultural deberá entenderse,
ante todo, que hay que erradicar la desidia oficial como método, la abulia y el
burocratismo estéril; todos sabemos que la nula gestión se concreta en maleza
alrededor del decoro histórico y se impone, sobre todo, una incultura a nombre
de lo culto y un protagonismo vanidoso, de marquesinas, a nombre del arte.
Correspondería
a las instituciones responsables ampliar el diálogo entre las partes y
coordinar con los sectores y organizaciones de la sociedad que intentan
contribuir al desarrollo cultural. Ello abarca una gama de amplio espectro en
el terreno de lo nacional. Incluye, obviamente, a los creadores y artistas, así
como aquellas entidades de promoción privada propiamente dichas que tienen de
hecho un espacio participativo importante.
La cultura
tiene que ser reconocida como una esencia común que nos une e identifica; que
nos pertenece y nos incumbe a todos. Por tanto, debemos procurar que ella sea
esencialmente democrática y no superflua.
La exclusión
en nada contribuye a la elevación de la vida y el espíritu del panameño. En
todo caso, prolongaremos la brecha de la incomprensión, la minusvaloración de
lo que el pueblo con su ingenio y sabiduría construye, el desprecio a nuestros
valores más hondos y genuinos en nombre de falsificadas concepciones sobre la
cultura, desvirtuada como simple animación y divertimento, pero siempre ajenas
y remotas a nuestra vida.
Y que conste
que ello tiene un riesgo y un precio: una nación que puede terminar sin
encontrarse consigo misma, desfondada y expuesta a la dispersión, por obra y
gracia de nuestra propia incapacidad para preservarla.
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