Los traumas infantiles de la República. Por: Olmedo Beluche


No hay que ser psicoanalista para saber que las conmociones que sufrimos en la infancia nos marcan para toda la vida. Esto, que es cierto para las personas, también lo es para las naciones. Nuestra república nació de un hecho traumático y no tuvo una infancia feliz, según se constata al leer el último libro de la historiadora panameña, Patricia Pizzurno, titulado: El miedo a la modernidad en Panamá (1904-1930), publicado por editorial Portobelo. 

Al cerrar la última página, solo pude concluir: “Cuán poco hemos cambiado”. Pizzurno, a veces de manera circunspecta y otras jocosa, sin pretender dictar cátedra, deja en claro algo que un historiador nunca puede perder de vista: la diferencia entre el discurso y la realidad, entre lo imaginado y lo realizado, entre lo que dicen las leyes y como se ejecutan.

 En este ameno análisis sobre la infancia de Panamá, la autora compara el ideal liberal de modernización que pretendían los “padres fundadores” (como Porras, Andreve, Méndez Pereira, Duncan) y la  mediocre realidad en que se convirtió, llegando a ser apenas una “modernidad híbrida”.

Tómese en cuenta que en 1903, a pesar de  que se conmemoraban los 82 años de la independencia de España, Panamá estaba todavía bajo el signo de la vida colonial, y la mayoría de la población vivía  en zonas rurales aisladas, sumida en el analfabetismo, sin servicios de salud ni escuelas, bajo relaciones sociales semifeudales, en las que 72 latifundistas controlaban entre 6 y 8 millones de hectáreas.

 Los conservadores, los próceres del 3 de Noviembre, como su nombre lo indica, no pretendían cambiar el panorama. Por eso, fueron rápidamente desplazados de la administración pública, pero no perdieron el poder del todo, menos el económico.

Fueron  los liberales quienes se propusieron un programa de transformaciones para impulsar el paso de la colonialidad feudal a la modernización capitalista. Pero el proyecto liberal estaba construido sobre los falsos pilares del positivismo, en boga en América Latina, para el que  todo lo europeo era ideal, y toda la causa de nuestros males era cultural, racial y hasta geográfica y climática.

Justo Arosemena, positivista por excelencia, consideraba que la población panameña era “apática por naturaleza”, al estar compuesta por “las tres razas más indolentes” (india, negra e hispana). De allí que la imaginario de la nación excluyera a indígenas y negros, aunque hizo de los hispanos azuerenses y su cultura el centro de la panameñidad. Algunos gobiernos incluso intentaron fomentar la migración europea para lograr el blanqueamiento de la población.

Los liberales, especialmente bajo los gobiernos de Porras, sentaron las bases institucionales del Estado moderno, pero solo a medio camino –nos recuerda Pizzurno–, porque –y este es el tema del libro– la clase dominante tuvo miedo de construir la modernidad que se proponía, por temor a las demandas sociales, económicas y políticas que las masas populares exigirían de acceder a educación, salud y a un régimen verdaderamente democrático.
Prefirieron mantener una república oligárquica y controlada entre primos.
De manera que el gran proyecto liberal se fue quedando a medio camino. La educación, principal vehículo de la “civilización” y la “modernidad” no llegó a todos, y cuando lo hizo fue en escuelas deficientes y maestros mal formados. 

La democracia representativa y la separación de los poderes, se quedaron en el papel, pues siguió imperando el gamonalismo, el clientelismo y la compra de votos. El Estado era visto por las élites y sus políticos como la forma de acrecentar sus fortunas. 

¡Cuán poco hemos cambiado, 100 años después!





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