Nota sobre la Ciudad del Saber como plaza socrática - Guillermo Castro H.
Para
mis colegas y compañeros en la tarea de poner el conocimiento al servicio del
desarrollo humano, fomentando las ventajas competitivas de Panamá.
Desde que fue concebida por sus fundadores,
la Ciudad del Saber tuvo entre sus funciones la de constituirse en una plaza
socrática al servicio del desarrollo de las ideas en Panamá. Eso no es de
extrañar. Se trataba, como aún se trata, de crear una institución cultural
nueva para un país que entonces entraba de lleno en el proceso de
transformación en que hoy se encuentra inmerso.
Entonces éramos aún un Canal con un
potrero a cada lado, una Zona de Libre Comercio al Norte, y un Centro
Financiero Internacional al Sur. Hoy empezamos a ser una Plataforma de
Servicios Globales –económicos, culturales y políticos-, en torno a la cual
empieza a formarse un importante mercado de bienes y servicios ambientales. Y
lo que empezamos a ser puede llevarnos a aquella situación deseable a que se
refería José Martí al decirnos que
La felicidad existe sobre la tierra; y
se la conquista con el ejercicio prudente de la razón, el conocimiento de la
armonía del universo, y la práctica constante de la generosidad. El que la
busque en otra parte, no la hallará: que después de haber gustado todas las
copas de la vida, sólo en ésas se encuentra sabor.– Es leyenda de tierras de
Hispano América que en el fondo de las tazas antiguas estaba pintado un Cristo,
por lo que cuando apuran una, dicen: “¡Hasta verte, Cristo mío!” Pues en el
fondo de aquellas copas se abre un cielo sereno, fragante, interminable,
rebosante de ternura!
Ser bueno es el único modo de ser
dichoso.
Ser culto es el único modo de ser libre.
Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno.
Y el único camino abierto a la prosperidad constante y fácil es el de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza.
Ser culto es el único modo de ser libre.
Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno.
Y el único camino abierto a la prosperidad constante y fácil es el de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza.
De eso trata, justamente, la misión que
ha escogido para sí la Ciudad del Saber, de poner el conocimiento al servicio
del desarrollo sostenible, fomentando las ventajas competitivas de Panamá. Y
para cumplir una misión así, la plaza socrática es imprescindible. Se trata, en
efecto, de un medio para un fin: un espacio para el diálogo que permita
construir entendimientos en tiempos de incertidumbre, desde los cuales trabajar
en la creación de un mundo en el que el desarrollo sea sostenible por lo humano
que llegue a ser.
Sócrates, como sabemos, fue el maestro
de Platón, fundador de la filosofía clásica griega. Vivió entre el año 470 y el
399 antes de Cristo, y como ciudadano de Atenas, participó activamente en la
vida de su ciudad entre su momento de mayor esplendor, y el de su derrota al
cabo de una prolongada guerra con Esparta por la hegemonía en el mundo griego,
librada entre el 431 y el 404. Consagró su vida a la búsqueda de la virtud a
través de la verdad, fue – y es – considerado un modelo de conducta ciudadana y
un individuo justo, en la categoría incluso de un santo pagano. Fue condenado a
muerte en un juicio por delitos políticos, a manos de las autoridades políticas
de su ciudad.
Al respecto, dice Werner Jaeger en su
libro clásico Paideia. Los ideales de la cultura griega[1] que Sócrates fue
“uno de los últimos ciudadanos de la antigua polis griega” y, al mismo tiempo,
encarnó en su vida y su obra “la nueva forma de la individualidad moral y
espiritual”. En él, añade, emerge en plenitud aquella tensión, tan
característica de la modernidad, “entre su conciencia de la personalidad humana
individual de pertenecer a una comunidad terrenal y su conciencia de hallarse
interior y directamente unida a Dios”.
Sócrates no dejó obras escrita. Conocemos de su actividad y su pensamiento a través de la obra de sus discípulos, especialmente Platón. Su herramienta fundamental de trabajo intelectual y pedagógico fue el diálogo, que en él discurría, dice Jaeger, “bajo la forma del intento repetido de captar el concepto general que sirve de base a la palabra que se usa para expresar un valor moral, tal como valentía o justicia”. Y a esto agrega que el motivo del diálogo socrático es la voluntad de llegar con otros hombres a una inteligencia que todos deben acatar acerca de un tema que encierra para todos ellos un interés infinito: el de los valores supremos de la vida. Para llegar a este resultado, Sócrates parte siempre de aquello que el interlocutor o los hombres reconocen de modo general. Este reconocimiento sirve de “base” o de hipótesis, después de la cual se desarrollan las consecuencias derivadas de ella, contrastándose a la luz de otros hechos de nuestra conciencia considerados como hechos establecidos. Un factor esencial de este progreso mental dialéctico es el descubrimiento de las contradicciones en las que incurrimos al sentar determinadas tesis. Estas contradicciones nos obligan a contrastar una vez más la exactitud de los reconocimientos considerados verdaderos, para revisarlos o abandonarlos en su caso. La mira que se persigue es reducir los distintos fenómenos del valor a un valor general y supremo. Sin embargo, Sócrates no parte en sus investigaciones del problema de este “bien en sí”, sino de alguna virtud concreta, tal y como el lenguaje la caracteriza por medio de calificativos morales especiales, como es, por ejemplo, lo que llamamos valiente o justo.
Sócrates no dejó obras escrita. Conocemos de su actividad y su pensamiento a través de la obra de sus discípulos, especialmente Platón. Su herramienta fundamental de trabajo intelectual y pedagógico fue el diálogo, que en él discurría, dice Jaeger, “bajo la forma del intento repetido de captar el concepto general que sirve de base a la palabra que se usa para expresar un valor moral, tal como valentía o justicia”. Y a esto agrega que el motivo del diálogo socrático es la voluntad de llegar con otros hombres a una inteligencia que todos deben acatar acerca de un tema que encierra para todos ellos un interés infinito: el de los valores supremos de la vida. Para llegar a este resultado, Sócrates parte siempre de aquello que el interlocutor o los hombres reconocen de modo general. Este reconocimiento sirve de “base” o de hipótesis, después de la cual se desarrollan las consecuencias derivadas de ella, contrastándose a la luz de otros hechos de nuestra conciencia considerados como hechos establecidos. Un factor esencial de este progreso mental dialéctico es el descubrimiento de las contradicciones en las que incurrimos al sentar determinadas tesis. Estas contradicciones nos obligan a contrastar una vez más la exactitud de los reconocimientos considerados verdaderos, para revisarlos o abandonarlos en su caso. La mira que se persigue es reducir los distintos fenómenos del valor a un valor general y supremo. Sin embargo, Sócrates no parte en sus investigaciones del problema de este “bien en sí”, sino de alguna virtud concreta, tal y como el lenguaje la caracteriza por medio de calificativos morales especiales, como es, por ejemplo, lo que llamamos valiente o justo.
Así, concluye, el diálogo socrático “no
pretende ejercitar ningún arte lógico de definición sobre problemas éticos,
sino que es simplemente el camino, el “método” del logos para llegar a una
conducta acertada.”
El objeto de todo ello consiste en
“someter al imperio de la razón la vida humana salida de su quicio” por la
crisis turbulenta provocada en la vida y en las ideas de su tiempo por la
guerra con Esparta. Y en la búsqueda de ese objeto termina por ser evidente que
El conocimiento del bien, que Sócrates
descubre en la base de todas y cada una de las llamadas virtudes humanas, no es
una operación de la inteligencia, sino que es […] la expresión consciente de un
ser interior del hombre. Tiene su raíz en una capa profunda del alma en la que
ya no pueden separarse, pues son esencialmente una y la misma, la penetración
del conocimiento y la posesión de lo conocido.
En esa perspectiva, el hecho mismo de
que “su propia experiencia de que el conocimiento del bien y la conducta no
siempre coinciden” tan solo probaba “que el verdadero saber no abunda”. De este
modo, para Sócrates el camino hacia el saber no tiene más objeto que “el
conocimiento del bien”, a cuya luz la virtud es siempre “una e indivisible”,
con lo cual
El hombre valiente que sea irreflexivo,
desaforado o injusto podrá ser un buen soldado en el combate, pero nunca será
valiente para consigo mismo y para con su enemigo interior, que son sus propios
instintos desenfrenados. El hombre piadoso que cumple fielmente sus deberes
para con los dioses, pero sea injusto hacia sus semejantes y desaforado en su
odio y fanatismo, no será verdaderamente piadoso.
No son pocas, en verdad, las afinidades
entre aquella situación y la de nuestro presente. Nuestra sociedad, como la de
Sócrates, se encuentra en un proceso de transición en el que adquiere un valor
renovado, casi de urgencia, el diálogo que nos permita interrogar de manera más
eficaz y rica a una realidad en tantos sentidos incierta.
Panamá necesita, sin duda alguna, un
espacio abierto al diálogo en el sentido en que lo entendían y lo ejercían
Sócrates y sus discípulos. Las disputas del pasado que quiere prolongarse en el
presente se organizan por necesidad como un combate por el control de las
certezas, así sean aparentes. Y en esa lógica es inevitable que se asuma que
quien disiente de lo que uno afirma sólo puede hacerlo por deshonestidad, o por
estupidez. El diálogo para la identificación de los futuros posibles debe
construirse por necesidad en una perspectiva distinta: la de combinar en un
solo haz las distintas longitudes de onda con que se refleja la luz de nuestro
tiempo en las múltiples facetas de una realidad en transformación.
La verdad, en efecto, es una y múltiple
a la vez. Lo falso no es más que el resultado de la exageración unilateral de
cualquiera de sus aspectos. A eso nos sentimos naturalmente tentados por el
ansia de certidumbre que genera una circunstancia en la que nos debatimos entre
la esperanza que se nutre de las oportunidades que abre el derrumbe de lo
antiguo, y el temor que naturalmente provocan los riesgos que conlleva
cualquier transformación en la vida, las expectativas y las costumbres.
Ese camino, sin embargo, sólo puede
llevarnos a incertidumbres aún mayores. El camino del diálogo socrático, el de
la Ciudad del Saber, es por necesidad otro. Nosotros, como él en su tiempo,
expresamos desde las contradicciones del presente todas las posibilidades del
futuro. La plaza socrática es, sin duda, el espacio realmente adecuado para
escoger entre esas opciones, y contribuir desde ella a la construcción de un
mundo renovado.
[1] Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1971, dos tomos. Primera edición: Berlín, 1933. Tomo I, Segunda Parte, Capítulo II: “La herencia de Sócrates”, pp. 389 – 457. Todas las citas provienen de este capítulo.
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