Educación sexual: ¿privilegio o derecho? Por: Richard Morales


Vivimos en un mundo en el que la niñez está expuesta a una multiplicidad de presiones sociales, muchas inevitablemente peligrosas. Ante esto, toda buena familia querrá proteger a sus hijos. Pero debemos reconocer que no podemos aislar a los niños de la realidad y que la única opción es prepararlos para que afronten esas amenazas, enseñándoles la habilidad más importante que un ser humano puede aprender: saber decidir. Y hay pocas decisiones más importantes que aquellas que conciernen la integridad sexual.
Saber decidir en el campo de la sexualidad implica poseer criterios que nos permitan tomar decisiones responsables respecto a nuestros cuerpos. Se trata de aquellas que nos ayudan a desarrollarnos plenamente como seres humanos, estableciendo relaciones respetuosas, afectuosas y equitativas con los demás. Estos criterios los obtenemos a través de la educación integral en salud sexual y reproductiva.
Hay familias que tienen las condiciones para brindar a sus hijos esa educación integral en sexualidad. Son familias privilegiadas, sin duda, y sus niños pueden contarse entre una minoría afortunada. Pero, en una sociedad democrática la educación no es un privilegio, sino un derecho, por esto el Estado tiene el deber de garantizar que cada niño y niña –independientemente de las circunstancias de su vida– tenga el derecho a recibir educación que lo prepare para vivir de manera responsable en sociedad.
Hay familias que protegen y orientan a sus hijos, otras los abandonan o maltratan; hay familias que tienen los conocimientos y la paciencia para hablar de sexualidad con ellos, otras no tienen la formación o el interés; hay familias con tiempo, comodidad y recursos, otras están agobiadas por el trabajo, la pobreza o los vicios. Un niño puede pertenecer a una de tantas posibles variantes de familias, o incluso no tener una familia. Entonces, ¿vamos a condenar a un menor por el tipo de familia en la que nace, en particular a aquellos que pertenecen a hogares hacinados e insalubres, o con padres alcohólicos, drogadictos, sexistas o abusadores?
Esta es la realidad injusta de nuestro Panamá desigual y excluyente, y es a la que deben responder las políticas de Estado, si es que han de ser efectivas.
A su vez, los niños –sin importar a qué tipo de familia pertenezcan– reciben en todas las etapas de su desarrollo un bombardeo avasallador de mensajes contradictorios y disímiles sobre el sexo, que provienen de la televisión, el cine, el internet, los amigos y de adultos mal intencionados o inconscientes; mensajes que, si el niño (a) no está preparado para interpretar, pueden conducirlo a malas decisiones, desde embarazo no deseado, enfermedad de transmisión sexual, violación y hasta la muerte.
Los niños no son objetos ni cosas que se pueden usar y desechar a discrecionalidad de otros, sino sujetos de derecho y seres humanos con una dignidad intrínseca. Esto implica que sus familias y comunidades adquieren el deber de brindarles todas las condiciones para su realización humana; desde los valores en el hogar hasta la educación científica en la escuela.
Ante esta cruda e innegable realidad, estamos obligados, como sociedad y Estado, a implementar políticas universales que le garanticen a todo niño el derecho de recibir una educación integral en salud sexual y reproductiva que les permita desarrollar los criterios indispensables para que comprendan su sexualidad, estudien la realidad como es –no como nos gustaría que fuera– y estén preparados para tomar decisiones responsables y salvaguardar su integridad corporal. Así, en el futuro, formarían familias fuertes y fundamentadas en el respeto mutuo, el entendimiento y el amor.
Esta ley no resuelve el problema de fondo, el de una sociedad desigual y excluyente que le niega derechos fundamentales a la gran mayoría de las familias; no obstante, para llegar al Panamá que queremos y necesitamos, debemos empezar a caminar, y el proyecto de ley 61 es un paso en la dirección correcta.

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