CUANDO LA NATURALEZA JAQUEA[1] LA ORGULLOSA MODERNIDAD. Por: Enrique Dussel
Estamos experimentando un
evento de significación histórico mundial del que posiblemente no midamos su
abismal sentido como signo del final de una época de larga duración, y comienzo
de otra nueva Edad que hemos denominado la Transmodernidad. El virus que ataca hoy
a la humanidad por primera vez en su milenario desarrollo, en un momento en el
que puede tenerse conciencia plena de la simultaneidad (en tiempo real) verificada
por los nuevos medios electrónicos, nos da que pensar en el silencio y
aislamiento auto impuesto de cada ser humano ante un peligro que muestra la
vulnerabilidad de un castillo de naipes que vivimos cotidianamente como si
tuviera la consistencia de una estructura invulnerable. El hecho ha producido
un sin número de reacciones de colegas filósofos y científicos porque llama
profundamente la atención. Queremos agregar un grano de arena a la reflexión
sobre el sobrecogedor acontecimiento.
La Humanidad, al menos el homo sapiens desde hace unos 200 mil años, ha logrado desarrollarse
históricamente venciendo innúmeros obstáculos para lograr su sobrevivencia. Se inserta en un
proceso iniciado, se vamos al origen, al llamado Big Bang (acontecido hace unos 15 mil millones de años), al momento
de la solidificación de la Tierra (hace 5 mil millones de años), de la vida (hace
unos 3.500 millones de años que comenzó a transformarse en Gaya, es decir, modificando la vida la corteza terrestre, creando
la atmósfera y protegiendo a la biosfera para que los rayos ultravioletas no
pudieran destruirla. Hace unos 70 millones de años aparecieron los primates, y
por último, el mismo homo sapiens (la noosfera de T. de Chardin u hoy denominada el Antropoceno o Edad
del ser humano sobre la Tierra).
Con el Neolítico (hace unos 15 mil años) la humanidad
comenzó a transformarse de nómada en urbana, creando las primeras aldeas o
ciudades, posibles gracias a la organización de un doble parasitismo: del
vegetal (con la agricultura) y del animal (con el pastoreo). Como vivientes los
humanos debimos alimentarnos de vegetales para lograr proteínas y otras
sustancias que solo ellos producían. Comenzó así una inevitable entropía (el
pasaje de un bien de uso a una cosa inútil, sin posible nuevo uso) que significó
el destruir los bosques, que producían oxígeno, para transformarlos en campos
de cultivo agrícola. Como omnívoros los humanos matamos y nos alimentamos de
animales no humanos (fue un primer tabú negar la antropofagia). Así nacieron y
crecieron las grandes civilizaciones urbanas del Neolítico en Eurasia, África y
América.
Allá por el
1492, Cristóbal Colón, un miembro de la Europa latino-germánica descubre el
Atlántico, conquista Amerindia y nace así la última Edad del Antropoceno: la Modernidad, produciendo además una
revolución científica y tecnológica, que dejó atrás a todas las civilizaciones
del pasado, catalogadas como atrasadas, subdesarrolladas, artesanales. Lo
denominaremos el Sur global; y esto hace solo quinientos años.
Esa espléndida Edad del Mundo inaugurada se relacionará a
la Naturaleza metodológicamente gracias a Francis Bacon (1562-1626) por su obra
Novum organum (1620), y desde el manifiesto filosófico de René Descartes
(1596-1650) en El discurso del método
(1637), constituyó a la indicada Naturaleza como una cosa observable o explotable, casi infinita por su recursos, y como
objeto manejable por un demiurgo humano constituido como un sujeto sin límites
de conocimiento o manipulación de ese objeto: la Naturaleza. Para Descartes el
ser humano es “un alma a la que le es indiferente tener un cuerpo”, afirmando
así un dualismo radical. El cuerpo, como la Naturaleza, es una “cosa extensa” (res extensa); es decir, una realidad
cuantitativa, no teniendo importancia la cualidad y la vida. Se la interpretaba
como una maquinaria conocida privilegiadamente por la matemática. Esta
Naturaleza es así un objeto cognoscible, manejable, explotable. La física e
transforma en la ciencia fundamental. El ser humano funda su privilegio en el
“yo pienso”, que conoce, que se sitúa en un nivel teórico ante objetos
naturales cuantificables a nuestra entera disposición.
Con estos supuestos transcurrieron los siguientes siglos.
El “yo europeo” produjo una revolución científica en el siglo XVII, una
revolución tecnológica en el XVIII, habiendo desde el siglo XVI inaugurado un
sistema capitalista (cuya racionalidad última es el aumento cuantitativo de la tasa de ganancia en
cualquier inversión en el mercado que se efectúa gracias a la obtención de un plusvalor
por parte del obrero) con una ideología moderna eurocéntrica (como superioridad
cultural, estética, moral, política, etc.), colonial (porque esa Europa era el
centro del sistema-mundo gracias a la violencia conquistadora de sus ejército
que justificaban su derecho de dominio sobre otros pueblos), patriarcal (porque
el macho blanco dominaba a la mujer en Europa y a las mujeres coloniales de
color como en México), y, como culminación, el europeo se situó como explotador
sin límite de la Naturaleza.
En efecto, los valores positivos inigualables de la
indicada Modernidad, que nadie puede negar, se encuentran corrompidos y negados
por una sistemática ceguera de los efectos
negativos de sus descubrimientos y
sus continuas intervenciones en la Naturaleza. Esto es debido en parte por el
desprecio por el valor cualitativo de
la Naturaleza, en especial por su nota constitutiva suprema: el ser una “cosa viva”, orgánica no meramente maquínica;
no es solo una “cosa extensa”, cuantificable. La ciencia de referencia ahora
deja de ser la física y pasa a ocupar su lugar la biología, y como momento
central cósmico la neurobiología: el cerebro humano. El cerebro humano es el
organismo viviente más complejo del universo conocido. Pero, además, la
Naturaleza no es un mero objeto de
conocimiento sino que es el Todo (la Totalidad) dentro del cual existimos como
seres humanos: somos fruto de la evolución
de la vida de la Naturaleza que se sitúa como nuestro origen y nos porta
como su gloria, posibilitándonos como un efecto interno (“sus hijas e hijos”) y,
por ello, no metafóricamente, la ética se funda en el primer principio absoluto
y universal: ¡el de afirmar la Vida en general, y la vida humana como sus
gloria!, porque es condición de posibilidad absoluta y universal de todo el
resto; de la civilización, de la existencia cotidiana, de la felicidad, de la
ciencia, de la tecnología y hasta de la religión. Mal podría operar alguna
acción o institución si la Humanidad hubiera muerto.
Hoy, la Madre
naturaleza (ahora como metáfora adecuada y cierta) se ha rebelado; ha jaqueado
(como cuando se da un “jaque mate al rey” en el ajedrez) a su hija, la
Humanidad, por medio de un insignificante componente de la Naturaleza (Naturaleza
de la cual es parte también el ser humano, y comparte la realidad con el virus).
Pone en cuestión a la Modernidad, y lo hace a través de un organismo (el virus)
inmensamente más pequeño que una
bacteria o una célula, e infinitamente más simple que el ser humano que tiene
miles de millones de células con complejísimas y diferenciadas funciones (que
llegan a millones). Es la Naturaleza la que hoy nos interpela: ¡O me respetas o
te aniquilo! Se manifiesta como un signo del final de la Modernidad y como
anuncio de una nueva Edad del Mundo, posterior a esta civilización soberbia moderna
que se ha tornado suicida. Como clamaba Walter Benjamin había que aplicar el
freno y no el acelerador necrofílico que en dirección al abismo.
Se trata entonces de interpretar la presente epidemia
como si fuera un bumerán que la Modernidad lanzó contra la Naturaleza (ya que
es el efecto no intencional de mutaciones de gérmenes patógenos que la misma
ciencia médica e industrial farmacológica ha originado), y que regresa contra ella
en la forma de un virus de los laboratorios o de la tecnología terapéutica. La
interpretación intentada indica que el hecho mundial, nunca experimentado antes y de manera tan globalizada que estamos
viviendo, es algo más que la generalización política del estado de excepción
(como lo propone G. Agamben), la necesaria superación del capitalismo (en la
posición de S. Zizek), la exigencia de mostrar el fracaso del neoliberalismo
(del “Estado mínimo”, que deja en manos del mercado y el capital privado la
salud del pueblo), o de tantas otras muy interesantes propuestas. Creemos que estamos
viviendo por primer vez en la historia
del cósmos, de la Humanidad, los signos del agotamiento de la Modernidad como
última etapa del Antropoceno, y que permite vislumbrar una nueva Edad de Mundo, la Transmodernidad (de la
que hemos expuesto algunos aspectos en otros artículos y libros), en la que la
Humanidad deberá aprender, a partir de los errores de la Modernidad, a entrar
en una Nueva Edad del Mundo donde, partiendo de la experiencia de la
necro-cultura de los últimos cinco siglos, debamos ante todo afirmar la Vida por sobre el capital,
por sobre el colonialismo, por sobre el patriarcalismo y por sobre muchas otras
limitaciones que destruyen las condiciones universales de la reproducción de
esa Vida en la Tierra. Esto debiera ser logrado pacientemente en el largo plazo
del Siglo XXI que solo estamos comenzando. En el silencio de nuestro retiro
exigido por los gobiernos para no contagiarnos de ese signo apocalíptico […] tomemos
un tiempo en pensar sobre el destino de la Humanidad en el futuro.
[1] Según la Real Academia de la lengua castellana definida
como “hostigar al enemigo haciéndole temer un ataque”, palabra del mundo del
ajedrez.
Comentarios
Publicar un comentario